jueves, 20 de noviembre de 2008

Santo y Divino Pecado por Alexis López Zayas

“Muchos practican una falsa religión,
por lo tanto, no una verdadera fe.”

Y ahí estás Tú, como todos los días, en la plaza ubicada frente a la iglesia, donde te dan de comer. Sólo que hoy hay algo diferente, hoy te encuentras acostado en el suelo frente a ella, Mirando hacia arriba, con los ojos puestos en la Cruz de la cúspide, mirándola fijamente sin parpadear. De tus ojos salen unas lágrimas...

Ella, Sara, siempre tuvo el sueño de ser madre, pero luego de aquel terrible acto, ese sueño no fue más que una pesadilla. Aquel día, cuando el médico te dijo aquellas aterradoras palabras “¡Felicidades, usted está embarazada!”. Esas palabras, esas hirientes palabras, fueron como un mortal puñal directo al corazón. Tenías veinticinco años cuando fuiste a la discoteca, que está a dos calles de la capilla. Estabas algo tomada cuando te dirigías a tu casa y allí, allí fue donde él te tomó y te hizo suya.

Él, que fue un buen hombre en su juventud, cercano a la vejez ya no lo era. Él, era un hombre de Dios, un seminarista. Dos años después de recibir los sagrados sacramentos perdió la cordura y nunca nadie supo el porqué. A pesar de su locura, encontraba en Dios a un fiel compañero que no lo abandonaba. Mas llegada la noche, se convertía en un hombre que infundía miedo.

Esa noche pasaste por la plaza frente a la capilla, él te vio, y te poseyó. Por qué lo hizo, te preguntaste toda tu vida. Pero la muerte llamó a tu puerta y te fuiste sin saber que en aquel fatídico instante, tú le recordaste a su madre. Esa que desde infante abusaba de él y de más tarde mantenía una relación pecaminosa. No obstante, ante todos eran una familia ejemplar, aunque sin padre porque ella enviudó con dos meses de embarazo.

Sara, nunca te recuperaste de ese vil acto del que fuiste víctima. Pero tu hijo no tenía la culpa de los errores del pasado. Él sólo era el resultado de ese acto. Desde niño Tú fuiste maltratado y nunca sentiste el amor materno que tanto necesitaste. Aunque siempre preguntaste, nunca supiste quién fue tu padre, a pesar de ser él. Tu madre siempre procuró hacerte sentir odiado por ella, pese a todo lo que hacías para agradarla. Ella se enojaba contigo porque eras el recuerdo de quién nunca conociste. Con la muerte de tu madre, siendo Tú un adolescente, quedaste sólo. Debido a tu agresividad, –la misma que tenía tu padre en las noches– nadie quiso hacerse cargo de ti. Desde entonces, tuviste que vivir en las calles.

Poco a poco, Tú te fuiste consumiendo en las inmundicias que en las calles encontrabas. Comenzaste a utilizar drogas, pero la falta de dinero te obligó a abandonar el vicio antes de serlo. Sientes tanto odio hacia ti mismo que ni siquiera puedes prostituirte; no eres capaz de complacer a nadie. Los cristianos del pueblo conocen tu historia y tu origen, pero no te las han querido revelar porque eres hijo del pecado. Sin embargo, sienten lástima de ti y te AYUDAN con migajas, las mismas con las que se alimenta a un perro de la calle. Ellos, tan RELIGIOSOS, nunca hicieron nada por sacarte de la vida que tu madre te dio, trastornada por aquel pecado, un pecado cometido por el antiguo sacerdote del pueblo.

Tú nunca asististe a la iglesia debido a los cuentos que tu madre solía contarte. Lo que Tú nunca supiste es que tu madre odiaba tanto la iglesia porque fue allí, fue allí donde él la poseyó. Allí, en la entrada de ese lugar.

Ahora que eres un joven, ahí estás, ahí te la pasas el día entero. Mirando ese lugar del que tanto tu madre renegaba y que tanto miedo te infundió. Tú no sabes por qué en ese lugar te sientes tan SEGURO, como en casa. No sabes, Tú no sabes qué buscas, si es que algo buscas, pero ahí estás todo el día, esperando que llegue. Siempre, durante un día en particular –no sabes cuál–, las personas entran en ese lugar y te miran, unos con desprecio y otros con lástima. Pero nadie, como siempre, nadie se acerca a ti. Todos los días cuando despiertas hay cerca de ti un plato con comida; otro en la noche. Tú sabes que es aquel hombre que siempre viste de negro quien te alimenta. Pero ahí estás todos los días; estando sin estar, viviendo sin vivir.

Tus días transcurren en la locura total, haciendo cosas ilógicas y sin sentido, según la percepción de quienes te observan. Pero para ti, eso no importa. Lames tus manos antes de comer y siempre que llueve te quitas la ropa, te quedas desnudo, la colocas en aquel tubo donde se moja hasta que para de llover. Entonces, vuelves a ponértela y sigues con TUS RUTINAS. Durante casi tres horas, te sientas en una cerca, donde ves a la gente pasar. No dices una sola palabra, sólo miras, al final te vas para continuar con tus demás DEBERES, esos deberes tan irracionales para todos.

Durante las noches te dedicas a asustar a las personas, a gritarles y a lanzarles lo primero que llegue a tus manos. En ocasiones, cuando alguien te ataca, aunque en verdad sólo se defiende, respondes con una violencia extraordinaria. Por eso es que las personas no se acercan a ti y que en las noches evitan pasar por la plaza. Así transcurren tus noches hasta el momento en que el sueño te invade, te vas a tu esquina al lado de la iglesia y duermes hasta el próximo día.

Esta noche hay algo diferente. Frente a la plaza hay mucho bullicio, un bullicio que te carcome las entrañas. Esa mañana había llegado un autobús lleno de universitarios para celebrar el receso de verano. En la noche organizaron una fiesta y Tú comenzaste a atacarlos, sólo que esta vez mucho más violento que de costumbre. Uno de los universitarios se alteró, a causa de tus ataques, así que te agredió.

Hoy, luego de haberse puesto el alba, ahí estás Tú acostado en el suelo frente a la iglesia, mirando hacia arriba con lágrimas que salen de tus ojos. Hoy hay algo diferente, algo que en años no te ha pasado. Todo el pueblo está cerca de ti, está a tu alrededor, mirándote con asombro. Mientras, algunos comentan: “Era igual que él, que su padre. Era un atormentado que nadie sabe por qué lo fue.” Con asombro te miran, pero nadie se lamenta ni se inmuta por lo que ve.

Y ahí estás, mirando fijamente esa Cruz, esa cruz a la que tanto le has temido, mirándola helado.